Escucho a León Rozitchner, en su propia voz, en la forma de colocar la frase con su juego previo de libertades: ninguna cuestión le es ajena; el tema que sea yace en un mundo cuyos cuadrantes aparecen como drama de amor y odio, de guerra y paz, de cosa y cruz, de terror y revelación, de sangre y tiempo, de recuperación de un pensar de las izquierdas y la subsistencia de un error profundo en ellas, un error inscripto en una lengua que no surge de un interior anímico que haya hecho el autoconocimiento de sus posibilidades. Para lanzarse a una polémica, se me ocurre, hay que pasar primero por las cámaras secretas en que León procesó sus grandes arquetipos.
Cristianismo, judaísmo, psicoanálisis, marxismo… Gigantescas entidades del espíritu, de las cuales León realiza su fenomenología de la vida cotidiana. Basta leer, percibir, escuchar a León. Los grandes mitos de fuerza ancestral, en medio de sucintas efusiones del habla real y formas de escritura de una gracia sensual o táctil, se aferran a las figuras más cercanas que podamos percibir en una polémica. León polemiza sobre la cercanía absoluta de lo que nos constituye como lenguaje, como historia vivida, como acontecer actual. En uno de los escritos que aquí se publican se distancia de Levinas. Pero al distanciarse, revela también sus nociones sobre el prójimo y elabora una proximidad de otra índole, una razón inmanente a los acontecimientos mundanos que es a la vez su crítica y que en los últimos años ha denominado «el comienzo en la experiencia del vivir materno, que es lo único inmanente histórico desde el vamos». No es necesario llamar la atención sobre el atrevimiento y la sorpresa de este punto de partida, de este «desde el vamos», forma coloquial argentina para nombrar los comienzos, con el cual León Rozitchner pasa de la natalidad del lenguaje hasta las imposibilidades de la historia.